Leí Si yo volviera a ser niño, del pediatra, escritor y mártir Janusz Korczak, en la adolescencia. Pocos libros me han conmovido tanto en mi vida. Desde entonces hice -traté de hacer- un esfuerzo consciente para no perder de vista la infancia. Porque, lo aceptemos o no, un día, cualquier día, cualquier noche, descubrimos que ya no recordamos cómo era ser un chico.
La infancia no es una etapa más de la existencia. Es el mayor de sus misterios.
Sé que Si yo volviera a ser niño me cambió. Desde entonces no he podido volver a ver un chico sin ponerme en sus zapatos, en su corta estatura desde donde el mundo aparece entre inalcanzable e inmenso, en su inocencia sin tacha, que es el secreto final de la infancia, su núcleo de diamante, que hemos de perder en los años por venir para obtener una adultez que, vaya absurdo, presume de más sabia.
El libro de Korczak me hizo abrir los ojos justo a tiempo, cuando me encontraba en ese límite entre dos mundos al que llamamos adolescencia. Como si hubiera sido un conjuro mágico, la puerta de la madurez quedó entornada, no llegó a cerrarse del todo, y hoy consigo -no sin dificultad- ponerme en el lugar de los chicos, usualmente en sueños o, más probablemente, cuando veo el trato abominable que muchos reciben como si eso fuera normal y aceptable.
Esa madre que vi hace un par de semanas insultando a su hija a viva voz en un concurrido local de comidas rápidas porque la chica había perdido alguna chuchería recién comprada. El terror en la cara de la nena era evidente, esa clase de terror que sólo sentimos en la infancia, un terror que convierte al presente en algo sin mañana. Vamos. A todos nos pasó de chicos. Hagan un esfuerzo. Los sustos de la infancia son eternos. Y sobre eso la madre descargó la golpiza del verbo. En público.
O ese padre que en un supermercado, dada la caprichosa insistencia del mocoso respecto de alguna golosina, prefirió revolearle un sonoro cachetazo y terminar con el asunto. El chico se quedó demudado en medio del pasillo, con la mano en la mejilla colorada y los ojos incrédulos. Aunque sospecho que no era la primera vez.
Dirán, lo sé, que exagero. ¡Un chirlo en el momento justo es beneficioso, les enseña los límites!
Un chirlo, puede ser, en privado y sin violencia, sin la intención de la violencia. Pero no es lo que veo en numerosas ocasiones. Veo castigo físico. Veo el insulto descarnado y cruel.
Bien diferente pensaríamos los adultos si cada tanto apareciera un sujeto de seis metros de altura y nos encajara un bollo con una manaza de sesenta centímetros. No nos parecería tan propedéutico.
Chirlos eran los de mi abuelo. Un tirón de orejas que ni violenta ni duele.
Cada vez que me encuentro con esas escenas recuerdo el libro de Korczak, que eligió inmolarse con sus alumnos en el campo de concentración nazi de Treblinka, a pesar de que no una vez, sino al menos dos, se le ofreció la puerta trasera para salvarse. Se negó. Eso es sacrificarse por un hijo. Y ni siquiera eran sus hijos.
A propósito, el libro de Korczak se consigue en la Argentina. Lo he visto en MercadoLibre y está siendo publicado también por Editorial Rayuela ( www.rayuelaeditores.com.ar/publi_janus.htm ).
Vida difícil
Hay algo que recuerdo bien de mi propia infancia. Los chicos somos (perdón, son) perfectos sistemas naturales de aprendizaje. No es raro que incorporen la atroz violencia, si esto es lo que consumen a diario; o la basta grosería, si es lo que tienen constantemente alrededor.
Alrededor, digo, es el mundo que hemos construido los adultos. ¿Recuerda cuando decíamos que deseábamos un mundo mejor para nuestros hijos? Bueno, eso ya ha llegado, y el mundo parece lejos de ser mejor. No me asombra que el púber (incluso el niño, madurado prematuramente) resuelva también sus problemas a los golpes, a los gritos, con la amenaza y la descalificación.
Entonces miramos hacia otro lado y decimos que la culpa de que los chicos estén cada vez más insolentes y agresivos la tienen los celulares e Internet, las computadoras y Facebook. Agregamos, en nuestra irresponsabilidad, que ellos ya nos superaron, que vienen con un smartphone bajo el brazo, que nos pueden dar clase sobre estas cosas (aunque, claro, nosotros no entendemos nada).
Por eso, les voy a contar un secreto. Algo que descubrí no por llevarme bien con estas tecnologías nuevas , sino por haber leído a los 15 años el libro de Janusz Korczak, por hacer el ejercicio constante de imaginarme cómo se ve el mundo desde allí abajo, cómo se siente depender por entero de otro para sobrevivir, cuando se habla de cosas que no comprendemos y cuando lo que no entendemos no nos provoca sospecha. Nos provoca curiosidad.
Piénselo. Para los chicos la vida es durísima. El mundo está hecho para la talla de los adultos, para su fortaleza física, usan un críptico lenguaje escrito, ¡hasta las llaves de luz se encuentran más allá del alcance de un chiquito!
El pequeño maestro
Y sin embargo ocurren cosas como esta escena que vi hace varios años en una de esas megatiendas de materiales para la construcción. Mientras aguardaba no recuerdo qué noté varios adultos intentando operar un quiosco de información sobre colores, convencidos de que la pantalla era táctil, como la de los cajeros automáticos. Pero no. Hacían su pequeño papelón privado, se excusaban ante sus cónyuges o ante sí mismos con algún dicterio, y hacían mutis por el pasillo de la grifería.
Entonces llegó un chico de alrededor de 5 o 6 años. Tal vez menos. Sé que le costaba llegar hasta la pantalla. Por supuesto, descubrió enseguida la flechita del puntero colgando a un costado de la pantalla, le puso el dedito encima y la movió cómodamente hasta un botón, hizo clic, y en los siguientes dos o tres minutos abrió varias páginas del catálogo, hasta que se aburrió. No era ni remotamente una PS3.
Claro que, a esas alturas, media docena de adultos lo observaban entre ávidos y atónitos. Los más humildes le pidieron que abriera esta o aquella página. Otros, con una arrogancia que sólo se explica por el hecho de que allá en las alturas, donde los adultos tienen la cabeza, el aire debe estar enrarecido, intentaron mover el puntero con la misma soltura que el chiquito, pero sin éxito. Aun a la distancia, me daba cuenta de lo que hacían mal: apretaban con demasiada fuerza. El típico estilo adulto.
De modo que nuestro pequeño héroe terminó ayudando a su clientela de grandes arriba de un banquito que le consiguieron.
Breve curso de idiomas
Sumando ignorancia a la ignorancia, los adultos estamos persuadidos de que los chicos saben algo que nosotros ignoramos por el solo hecho de ser chicos (lo que es tan ridículo que mueve a risa, convengamos).
Una pena: ya nos hemos olvidado de lo único que realmente sabíamos en la infancia. No contaminados todavía por la idea de que el saber es la llave de todas las puertas, iletrados pero obligados a aprender a vivir (y, horriblemente, en millones de casos, a sobrevivir), los chicos son pragmáticos. Un niño carece por completo del concepto de leer manuales y hacer cursos. Mire: ha aprendido un lenguaje completo en menos de dos años, sin profesor, sin gramática, sin laboratorio multimedia.
En consecuencia, y por necesidad, el chico se saltea la etapa de leer el manual. Echa mano del único método que conoce; a propósito, le viene dando resultados espectaculares. Con no menor pericia es capaz de manejar a sus propios padres.
Aguafuerte cotidiana
Así que veamos lo que hace un chiquito cuando se enfrenta a un nuevo celular. Primero lo mira por todos sus lados, incluidos el respaldo y los bordes. Ya sabe dónde está el botón de encendido y que la cosa tiene camarita. Como no logra hacerlo arrancar rebusca en la caja, de cuyo interior nosotros sólo hemos atinado a extraer el manual, desempaca la batería, abre el respaldo del móvil y la coloca en su lugar. Lo que a nosotros nos llevaría una hora, esto es, encontrar la posición correcta de la batería, para él es obvio. Los tres o cuatro contactos de metálicos van con los equivalentes dentro del aparato. Vamos, es obvio.
Así que antes de que haya pasado un minuto ya encendió el teléfono y, por supuesto, ya ha detectado los botones fundamentales: llamar, cortar, menú. Importa poco si es un teléfono económico o un iPhone 4S. El chico no quiere saber; quiere usar. De ensayos anteriores, de verlo en la calle, en las películas, en Internet ya ha aprendido los elementos básicos: que verde llama, que rojo corta, que llamar está a la izquierda y cortar a la derecha, que una casita casi seguro es configuración, lo mismo que una tecla más grande en el medio o grande y redonda, y así. En rigor, lo único que de verdad importa, en este punto, es que el niño sabe que no puede romper nada por mucho que apriete los botones.
En quince segundos hace tantos ensayos de acierto y error como para llenar una resma de papel. En términos de supervivencia, no hay quién le gane a un chico. Quizá también por esto es tan catastrófico enseñarles que la violencia es lícita para resolver problemas. Intentan hasta que aciertan, y cuando aciertan esto queda grabado de forma indeleble. Así, la agresión se fija, echa raíces, emponzoña.
El hecho es que para cuando usted consiguió sacar el manual del envoltorio plástico -sin romper la bolsita, por si acaso, ya que tiene una etiqueta con un código de barras, y vaya uno a saber -, el chico ya le sacó una foto con el celular y se la mandó a su esposa por MMS. El retrato, en el que usted aparece con cara de pasmado, no lo favorece, hay que decirlo.
En tiempos de cambios paradigmáticos, cuando nos invaden de un día para el otro tecnologías disruptivas, el sistema tradicional de aprendizaje ordenado y programado se desmorona. No digo que sea malo. De hecho, es lo ideal. El problema es que no hay tiempo para hacer un curso por cada dispositivo y software que ingresa en nuestra vida, más los que pasan por ella sin pedir permiso.
Sólo el pragmatismo infantil funciona, y entonces fantaseamos con la idea de que ellos ya saben todo eso de nacimiento . Como si acaso fuera posible. No, no lo es. El lenguaje, sí, viene con los genes; los celulares y el control remoto de la tele, no. Tampoco el diccionario, las palabras, que han integrado a una velocidad increíble.
La diferencia reside en el método de aprendizaje, nada más. El adulto pasa de la teoría a la práctica. El niño se saltea la teoría. Por esto también nos costará entender cuando los chicos tratan de explicarnos algo. Tenemos sistemas operativos incompatibles.
Cuidado, vida adelante
Pero esto es también lo único que saben. No se confunda. Nosotros, los grandes, sabemos los riegos del mundo real, sabemos de traiciones y bajezas, de engaños y verdades a medias. Tenemos experiencia, acumulada no siempre gozosamente. Tenemos visión de futuro, y no porque seamos más altos.
La cuestión, me parece, no es saber manejarse con el celular. La cuestión es saber manejarse en la vida. Eso, sepamos mucho o poco de tecnología, sólo nosotros se los podemos enseñar. Por eso, me parece, todo nuevo chiche tecno debe contar con un componente indispensable: los padres.