De: http://www.lanacion.com.ar/1474517-juan-carr-solo-el-amor-puede-sostener
Hace años creó un proyecto que se mantiene como vínculo entre el que necesita y el que puede dar. Vida y obra de un hombre que en nuestro país se convirtió en sinónimo de solidaridad y lucha contra la injusticia
Entonces, de la nada, su madre soltaba la pregunta.
–¿Qué es lo más importante en la vida?
El buscaba, sin suerte, la respuesta en los ojos de la mujer.
Conectado. Una imagen que resume su día a día: en el jardín de su casa, hablando por teléfono, siempre activo. Foto: Daniel Pessah
–¿Boca? ¿Platense?
Ella respiraba hondo. El aire necesario para inflamar las palabras que venían: algo importante, dicho como para siempre.
–No, el amor. Lo más importante es el amor.
***
Es lunes. Es una mañana fresca, pero soleada. Las personas, las cosas, todavía luchan contra la inercia plácida del domingo. Estamos en el Colegio Carmen Arriola de Marín – arboledas profundas, edificios como cascos de estancia, alumnos con uniforme–. Aquí las cosas, la gente, parecen estar muy en su lugar. Hasta que llega Juan.
Juan –camisa a cuadros saliéndose del pantalón, jeans flojos, algo caídos y con manchas de pintura roja, cinturón largo que le cuelga de un costado y mocasines con mucho camino andado– llega arrastrando unas bolsas con frazadas. Lo sigue, algo desconcertado, un empleado –portero, maestranza, seguridad–. Sin dejar de avanzar, Juan busca su mirada. Le habla con autoridad.
–No te preocupes por el quilombo. Yo estoy acostumbrado a hacer quilombo… Pero sin nervios… Esto tiene que ser con alegría. Con alegría...
Y tira, con toda la alegría que puede, su carga en medio del patio parquizado. Ahí un grupo de cincuenta alumnos del colegio escucharán respetuosos a ese hombre de cabello entrecano, ojos celestes y bigote pelirrojo, que suelen ver en la tele. Escucharán sobre el temporal de los últimos días y sobre la necesidad de ayudar a las víctimas. Escucharán sobre cómo subir el pedido a sus redes sociales ("pidiendo fácil y concreto, porque en Internet la gente está en cualquiera").
Juan saca fotos con su celular y pedirá –siempre se puede pedir más– que, ya que están, lo ayuden a llevar esas frazadas para allá. Allá es donde puedan ser vistas por otros. Allá, carnada para contagiar las ganas de ayudar.
Hoy es su primer día de trabajo en el Colegio Marín. Durante los últimos cinco años estudió y generó lo que llaman cultura solidaria en el colegio parroquial Santo Domingo Savio, en La Cava. Ahora, la diócesis de San Isidro, de alguna manera su empleador, lo transfirió a este lugar, en el extremo opuesto de las condiciones socioeconómicas.
Le dan, le prestan, una oficina y se mete como en su casa. Se sienta frente al escritorio de madera y vidrio, prende la computadora. Revisa su correo.
–¿Mate podemos tomar?
El mismo empleado de antes, su cara, un monumento al desconcierto.
–Bueno…, ¿trajeron mate?
–No… –dice Juan, la vista clavada en la pantalla–. En eso estamos desarmados.
Siempre se puede pedir más.
Un improvisado equipo de mate no tarda en llegar. Lo trae una chica. Juan la recibe con pompas. Dice que muchas gracias. Dice que cómo es tu nombre. Dice que un gusto. Y le da un beso.
Finalmente se acomoda. Y propone, se propone, algo que cumplirá sólo a medias.
–Vos preguntá y yo respondo…
***
El hombre se ha vuelto un experto francotirador. Sabe disparar las respuestas que a los medios les gusta publicar. Sabe, siente, que le regalan su atención y a cambio se entrenó para facilitar las cosas. Su discurso es una combinación de frases cortas, números y porcentajes, historias que conmueven. Difícil no caer en la tentación de desgrabarlas textuales. Habrá que luchar con su habilidad para desintegrarse, para perderse en el discurso hasta desaparecer. Para volverse menos, mucho menos, que un mero canal comunicador. Habrá que luchar para hablar de Juan Carr.
***
Antes de escuchar por primera vez aquello de que lo importante es el amor, Juan ya había escuchado sobre el hambre. Eran tiempos de hambruna en Biafra y de pósters (así se le llamaban) de Unicef con escenas de niños pobres en campos verdes. También escuchaba decir que él era un chico inteligente. Los exámenes hablaban de un coeficiente intelectual alto, pero no sabía muy bien para qué le servía. Sería, tal vez, una especie de consuelo que le ofrecían por ser hijo único o por ser, desde que tuvo 2 años, hijo de padres separados en tiempos en que semejante destino se llevaba como una cicatriz abierta en la frente. Desde que su madre –una mujer culta a la que le gustaban los idiomas– se había separado de su padre –un abogado que, como él ahora, quería cambiar el mundo– vivía en un universo habitado por fuertes presencias femeninas: su mamá, su abuela y su tía. Para contrarrestar tanta contención, su madre decidió introducirlo en otro mundo: el de los boy scouts.
Después fue, como suele ser, una cuestión de superposiciones. Un poco de la cultura scout, con aquello de siempre listos y la buena acción del día. Otro poco de educación laica en una escuela sarmientina. Y, más adelante, un colegio católico de padres pasionistas con una concepción mística de la solidaridad. Capa tras capa, era preparado para ser lo que se llama un buen hombre. Tanto que, harto de escuchar sobre el amor al prójimo y ansioso por ponerlo en práctica, lo primero que hizo el día que cumplió 18 años fue ir a donar sangre. Dos meses después misionaba con los indios wichis y pilagás, en Formosa.
A esa altura ya tenía algunas certezas: se había creído lo de su inteligencia y sabía que la quería usar para ayudar a otros. Quería, cambiar el mundo, así, grande: caaambiaaar el muuundooo. Y se le antojó que la manera más básica, ambiciosa y animal de cambiar el mundo y ayudar a otros era combatiendo el hambre. El hambre. Así de grande.
Trabajó de plomero, fue profesor de Biología y Química y se recibió de veterinario. Se hizo veterinario, dice, porque son los veterinarios, los agrónomos y los médicos los que saben cómo un aminoácido se va a convertir en proteína en su paso de la tierra a la raíz, de la raíz a la hoja, de la hoja a la panza de una vaca y de la vaca a la panza y al cerebro de un chico desnutrido. Se hizo veterinario para combatir el hambre.
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Es jueves. Es una tarde soleada, pero fresca. Estamos en el hogar de tránsito Cura Brochero, un lugar para gente en situación de calle. La casita es un típico chalet de Vicente López con un atípico mural del artista plástico Milo Lockett en la entrada. En la entrada, al lado del mural, dos hombres sentados. Parece que esperaran algo. Parece que no supieran qué. Un empleado abre una compuerta que hace de mirilla, pregunta quién es y exagera una queja no muy creíble.
–Juan siempre cita gente acá y no avisa.
Adentro, paredes con revoque a la vista, con crucifijo dorado, con carteles que dicen baños, comedor, cuartos y recepción. Adentro, olor a gas, a comida, a jabón de al por mayor. Adentro, la radio prendida: Jorge Lanata habla de los millones de dólares que alguien gastó en algo.
Hay un sillón viejo con pilas de ropa doblada y etiquetada. Una mesa tapada de papeles. Un termo, un mate. Sillas, de diferentes juegos. Hay armarios de chapa con candados. Colchones. Una pila de toallas limpias y gastadas. Toallas, de diferentes juegos. Hay estatuilla de la virgen. Estatuilla de la Madre Teresa. Estatuilla del cura Brochero. Una remera de los Pumas firmada y enmarcada. Santos, de diferentes juegos.
Todo tan quieto, todo tan callado. Hasta que llega Juan. Se mete como en su casa. Se sienta frente a una computadora. Revisa su correo.
Dice cómo es esto, su vida.
–Esto es como un caos ordenado… Si a la realidad la enfrentás caóticamente, te pasa por arriba, pero también si la enfrentás organizadísimo…
Entre el orden y el caos propone que vayamos a una escuela, acá cerca. Y ahí nos sentamos a charlar, dice.
En la escuela, una oficina triste: dos sillas, un escritorio y una ventana que casi no es.
–Lo lamento, pero hoy vamos a tener que hablar de Juan Carr.
–Adelante. Mi mujer y mi terapeuta dicen que soy huidizo, pero no es para tanto.
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Si pudiera aplacarse, mostrarse calmo, sosegado. Si no tuviera tanta alegría de vivir. Si hiciera un esfuerzo para que el peso de la vida y el dolor de los otros se le notara más en los hombros y en la cara. Si articulara un discurso repleto de silencios y medios tonos, inflexiones de la voz. Si dijera yo en vez de nosotros. Si se mostrara más prolijo, más ordenado, menos impulsivo. Si posara un poco más su capacidad de reflexión. Si posara un poco más ante las cámaras. Si posara un poco más.
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Transcurría 1983. Juan y María salían hacía un año. Y todo se detuvo. Todo se mezcló en una maraña sin tiempo. Todo, sarcoma. Todo, linfoma no-Hodgkin. Todo, hay que abrir. Todo, quimioterapia. Todo, tumor. Todo, tres meses de vida. Todo, estar en manos de Dios.
Fueron cinco años que Juan le dedicó a retener la vida, eso que se da por sentado, por retenido. Controles cada mes, cada dos meses, cada seis meses y cada año. En marzo de 1988, el último. En septiembre de ese año; como todo indicaba que, al final, no se iba a morir, se casó con María. Lo que sí, decían los médicos: no iba a poder tener hijos. Después tuvieron cinco.
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Encerrado en la oficina del colegio, Juan se preocupa porque la historia de su tumor no se lea, no se escriba, como una película épica de Hollywood.
–No quiero que nadie sienta que se abre una puerta, lo enceguece la luz y aparece alguien que camina a un metro del suelo. Yo le temo a eso… Hay como un olor a personalidad superespecial, casi mágica, que no me gusta.
También se preocupa porque en ese cuartito empieza a faltar el aire. Trata de abrir la minúscula ventana y en el intento se le cae el barral de la cortina. Los problemas de todo el mundo.
–Yo tengo los problemas que tiene todo el mundo. De personalidad especial, nada. Todavía no pagué las últimas dos cuotas del colegio de mis hijos. Tengo unas goteras en mi casa… Lo que sí puedo decir es…
Antes de decir lo que sí puede decir, un silencio poco habitual.
–Puedo decir que en la situación de sufrimiento me volví muy respetuoso del dolor de los demás. Y que reafirmé todos los sueños que tenía. Reafirmé un estilo de vida cristiano. Reafirmé mi fe. Y seguí pensando que no es justo que alguien duerma en la calle y tenga frío, que no es justo que alguien no se trasplante porque falta un órgano, que no es justo que un chico no pueda acceder a la Universidad. En todo eso ya creía, y menos mal, porque lo confirmé.
Si parece que no nos morimos, dice que pensó, vamos a retomar donde estábamos.
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Y un día, sin querer, Juan puso a prueba su ego. Creó, con cinco amigos, la Red Solidaria y se arriesgó a convertirse en un personaje público. Ser menos Juan y más Juan Carr.
La Red Solidaria fue desde el principio: conectar a personas que tengan algo de tiempo disponible para que vinculen, a su vez, a quien sufre una necesidad con quien pueda ofrecer una solución. Hasta ahí, una forma más de voluntariado. Fue con la participación en un programa de radio que los cinco fundadores descubrieron la palabra mágica: comunicación. Si cada vez que alguien de la red aparecía en un medio, los teléfonos explotaban de llamadas, había que aparecer más. A fuerza de verborragia, de claridad conceptual, de calentura, Juan fue el que más apareció. Y empezó a ser Juan Carr, el de la Red Solidaria.
Diecisiete años después habla de nosotros, pero es él el que intenta volver a ser cualquiera.
–Es que nosotros somos cualquier persona, somos los cualquieras. La red es un modelo para que la gente común haga. La gente común puede traer una frazada, mandar por e-mail la foto de un chico perdido, ser donante de órganos…
Volver a ser lo que más le gusta: Juan, a secas.
–Y cuando se hace mucha comunicación o una tapa de LNR no parecés alguien común, nadie te puede imitar. La comunicación te descualquieriza.
Juan, a secas.
Sintió que lo logró una noche fría y lluviosa. Estaba disimulado entre un grupo de voluntarios que entregaba abrigo y comida a gente en situación de calle. Y una voluntaria muy joven se puso a explicarle qué era la Red Solidaria. A él, a Juan Carr, a Juan, a secas.
–Fue un momento mágico. Alguien me explicaba en la calle lo que habíamos soñado hacía años… Me lo explicaba perfecto.
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La casa de Juan Carr es un portón blanco en una calle interrumpida por las vías del tren. La casa es –blanco, cemento alisado, madera y vidrio– una casa de revista de decoración. La casa es –pared marcada, sillón gastado, parque con cañas crecidas y cosas fuera de lugar– una casa de la vida real. La luz que entra por las ventanas, los colores pastel de los cuadros pintados por María, la gente que entra y sale todo el tiempo, el mate siempre listo…, hacen que uno se sienta a gusto en la casa de Juan Carr.
En la mesa del comedor está María, la mujer de Carr. Está con Alejandro, su primo. Alejandro tiene 36 años, a los 18 tuvo un ACV que lo dejó como está ahora: volcado en una silla de ruedas, sin habla y con sus movimientos muy limitados. Como está ahora: el rostro, pura luz, algo, un reflejo, parecido a la alegría. Como está ahora: ojos que sí pueden hablar.
En poco tiempo la mesa se llena de comensales: Juan, María, Alejandro, tres colaboradores de la Red y la mamá de Alejandro –pelo blanco inmaculado, delantal de cocina–. Carr agarra la guitarra, pone un cancionero en su laptop y trata de cantar algo. Pronto se aburre y deja la guitarra a un lado. Son las cuatro y media de la tarde y María improvisa un almuerzo con lo que había en la heladera: arroz yamaní, carne fría, verduras, queso cremoso y cerveza. En la cabecera de la mesa Alejandro duerme volcado sobre el brazo de su mamá.
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Yo, Juan Carr, doy diez batallas por día. Pierdo ocho, empato una y gano una. Pero por esa que gano traeme sidra para celebrar. Yo, Juan Carr, tengo la derrota garantizada. Y lo digo con alegría, no me deprimo. Hay un chico que se trasplantó, pero hay 6700 que esperan. Yo, Juan Carr, soy pedante. Cuando me pongo humilde es porque lo laburo, pero también porque la realidad me humilla todo el tiempo.
Yo, Juan Carr, tengo que estar todo el tiempo con el pie en el freno. Del dolor, lo más cerca necesario y lo más lejos posible. Ya sé lo que es la sensibilidad de la gente: aprendí a llenar un estadio de gente que brama y grita solidaridad, solidaridad y le caen lágrimas por las mejillas, pero se apagan las luces y todo, todos, vuelven a la normalidad. Y yo necesito que no sólo se emocionen, sino que se comprometan.
Yo, que quería cambiar el mundo desde que tenía 4 años fui muy respetuoso de todos los pasos que tenía que cumplir. Tenía que trabajar, trabajé. Tenía que estudiar, estudié. Tenía que convertirme en un profesional, fui profesional… Todo lo que tenía que ser lo fui. Todo lo formal lo cumplí. ¿Vieron que lo podía cumplir? Bueno, ya está, ahora tengo que cambiar el mundo.
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Marcelo López Birra es director del Colegio San José de Calasanz y de la cátedra Educación para la Paz y la Comprensión Internacional de la Unesco. Fue quien nominó por quinto año consecutivo a Juan Carr para el Premio Nobel de la Paz.
La nominación presenta a Carr como un modelo a seguir. Como alguien que es sinónimo de solidaridad en la Argentina. Y como creador de un modelo, replicable a muy bajo costo en todo el mundo, que modificaría la realidad de mucha gente.
Por ahora son 231 personas o instituciones de todo el mundo las aceptadas en la nómina de postulantes. A partir de ahora, tres instancias, internas y secretas, de filtrado. Hasta conocer, el 12 de octubre, el nombre del próximo premio Nobel de la Paz.
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María tiene las cejas fuertes, la cara fresca, los dientes muy blancos y los ojos miel. Habla con una dulzura sin almíbar. Parece simple, sin dobleces.
Debería ser la persona indicada si uno quisiera conocer el lado malo del bueno de Carr: ella espera cuando su marido se empecina en ayudar a una viejita que vio cargando bolsas por la calle. Ella tolera las escandalosas interrupciones de su celular. Ella para porque a él le pareció que se acababan de cruzar con alguien que tenía un problema. Ella sostiene al que sostiene a otros. Ella y nadie más que ella, tan armónica, delicada, tiene que convivir con ese estilo que es la falta de estilo de la ropa de Carr.
Pero María no tiene quejas.
Si hay un hombre que acepta acercarse al dolor de los otros sin miedo a intoxicarse, un hombre tan íntegro y tan demente que se propone, que realmente se propone, cambiar el mundo, María es el tipo, probablemente el único tipo de mujer que tiene que tener al lado.
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Cuánto alivio daría. Si Juan Carr fuera algo especial, único e irrepetible. Qué alivio, alguien que se ocupe de hacer lo bueno mientras los demás hacemos lo que podemos. Qué alivio, alguien que corporice de semejante manera el concepto de solidaridad. Qué alivio, alguien que se encargue de cambiar el mundo, eso que los demás no hacemos por falta de tiempo y de dinero. Si fuera un santo, si fuera un prócer, si fuera el hombre más bueno del mundo, qué alivio.
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María acepta el juego: busca qué contar sobre su marido. Algo que lo humanice.
–Va al supermercado y tarda tres horas. Compra cualquier cosa. Compra de lo que hay donde está parado, trae carne y no entra en el freezer. Un desastre.
María se ríe. Tocan timbre. Es Juan, otra vez perdió las llaves.
–El todavía no entiende por qué lo conocen en la calle. Sale en todos los noticieros y se sorprende de que lo conozcan.
María se ríe. Juan prende la computadora.
–Cuando sale en la tele pone las manitos acá adelante y baja los hombros. Yo le digo: Juan, te parás como pobrecito y no queda.
María se ríe. A Juan le suena el celular y sale hablando.
–Es plomero, pero cada vez que arregla un caño lo hace hablando por teléfono y al final hay que llamar a alguien para que lo repare.
María se ríe. En el ventanal, a sus espaldas, Carr anda por el parque. En una mano el celular, en la otra un serrucho. Mientras habla, corta, mal, las cañas.
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Si entendiera que el dinero es un tema.
Carr vive de sus dos trabajos: el de los colegios parroquiales y el de Mundo Invisible, una agencia de comunicación creada para difundir noticias sociales que está sostenida por patrocinadores.
Si le diera miedo la pobreza.
–Yo no voy a ser pobre nunca. Vivo en una casa que tiene algunas goteras y si me quiero ir a Europa mañana, no puedo. Pero no me puedo quejar, ni me interesa. Yo ni nadie de la clase media a la que pertenezco vamos a ser pobres nunca. El tema no es el dinero. No lo es.
Si se conformara con pedir dinero.
–Yo no necesito mucho dinero. Necesito el compromiso. Necesito: la donación de órganos, la donación de sangre, la donación de médula ósea, un abrazo para el tipo que está mal…, nada de dinero. Cuanto más lejos esté el dinero mejor. Este mundo, que fabrica las mejores armas nucleares para aniquilar a otros, está gobernado por los que sacaron diez en economía. Así que ese camino ya lo probamos. Hay que ir por otro…
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La parroquia del padre Juan Gabriel Arias es blanca y celeste. La luz filtrada por dos grandes vitraux tiñe el antiguo baptisterio cuando el cura habla de la magnanimidad de Juan Carr. Mientras dice que Carr tiene la virtud de hacer cosas grandes. Mientras dice que Carr es más religioso que él, que tiene más vida espiritual que él.
–Juan es un Evangelio vivo. Una persona que no leyó nunca el Evangelio puede verlo a Juan y bueno…, así es el Evangelio. La vida se trata de esto.
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Hay una canción de Silvio Rodríguez que a Juan Carr le gusta mucho.
Debes amar, / la arcilla que va en tus manos, / debes amar, / su arena hasta la locura / y si no, / no la emprendas / que será en vano.
Sólo el amor / alumbra lo que perdura, / sólo el amor / convierte en milagro el barro.
Debes amar, / el tiempo de los intentos, / debes amar, / la hora que nunca brilla / y si no / no pretendas tocar lo cierto. / Sólo el amor / engendra la maravilla, / sólo el amor / consigue encender lo muerto.
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Daniel Goldman es rabino de la comunidad Bet-El. Es también un hombre de grandes, de profundos silencios. Tiene la barba canosa, los anteojos de carey muy chiquitos y la campera Nike.
Las mejores definiciones sobre su amigo Juan las dará sin hablar: las pausas, las miradas, la emoción. Incondicionalidad hecha gestos. Después, cuando hable, tratará de resumir.
–La tradición judía dice que el mundo se sostiene gracias a 36 justos. Yo no sé decir si Juan es el más bueno del mundo, pero te aseguro que es uno de los 36 justos. Gracias a Juan y 35 personas más, que yo no conozco, el mundo se mantiene. Conozco a uno… Y conocer a este uno a mí me hace celebrar la vida.
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Yo, Juan Carr, sé que el dolor manda, que el que sufre sabe. Que acercarse al que sufre es como entrar a un templo. Que el dolor desencaja y no da la frialdad para calcular. Pero que el que sufre sabe, más que yo, más que todos.
Yo sé que frente al dolor del otro soy una anécdota.
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Era el entierro de su madre. En el cementerio, pocos, los íntimos. El rabino Daniel Goldman y el cura Juan Gabriel Arias fueron los que pusieron las palabras. Juan, el gesto.
Juan –esa mezcla de dolor sereno de los que creen– agarró su guitarra. Se sentó –las piernas colgando en la tumba abierta– y cantó aquello de sólo el amor.
Aquello de amar el tiempo de los intentos y la hora que nunca brilla.
Aquello de que sólo el amor engendra la maravilla. Consigue encender lo muerto.
leonardo.sebastian.blanco@gmail.com
CINCO VECES JUAN
1. La Red Solidaria en la Argentina: en 2008, Carr dejó su dirección en manos de Manuel Lozano. Hoy la Red cuenta con, aproximadamente, 800 voluntarios en todo el país.
2. La Red solidaria en el mundo: Carr asumió la dirección de este proyecto para replicar el modelo de la red. "Estamos arrancando en Monterrey, Vietnam, Barcelona, Boston, Asunción, Santiago de Chile… Algunas ciudades de Uruguay, de Brasil...", dice.
3. Primer centro universitario de lucha contra el hambre: funciona hace tres años en la Facultad de Ciencias Veterinarias de la UBA. Es uno de los fundadores.
4. Colegios: bajo la órbita del obispado de la Iglesia Católica en San Isidro trabaja estudiando y generando la cultura solidaria en 7 escuelas de la zona norte, desde el Colegio Parroquial Santo Domingo Savio de La Cava hasta el Colegio Marín, en Becar.
5. Mundo invisible: hace un año Carr fundó con tres amigos una particular agencia de comunicación. "Estamos tratando de inventar la prensa de los pobres. Queremos pelear la tapa de los diarios de Hispanoamérica con temáticas solidarias. Que publiquen a la última estrella que ganó un Oscar, pero también al médico número uno en desnutrición. Descubrimos que en el mundo, los pobres, los postergados, no tienen prensa. Queremos darle visibilidad a los invisibles."
MAS INFO
www.redsolidaria.org.ar
Por teléfono: 4796-5828 /
www.mundoinvisible.com