domingo, 24 de diciembre de 2017

No te deseo felicidad para el próximo año–de Mirta Medici, Psicóloga

No te deseo un año maravilloso donde todo sea bueno.
Ese es un pensamiento mágico, infantil, utópico.


Te deseo que te animes a mirarte, y que te ames como eres.
Que tengas el suficiente amor propio para pelear muchas batallas, y la humildad para saber que hay batallas imposibles de ganar por las que no vale la pena luchar.


Te deseo que puedas aceptar que hay realidades que son inmodificables, y que hay otras, que si te mueves del lugar de la queja, puedes cambiar.
Que no te permitas los "no puedo" y que reconozcas los "no quiero".


Te deseo que escuches tu verdad, y que la digas, con plena conciencia de que es sólo tu verdad, no la del otro.


Que te expongas a lo que temes, porque es la única manera de vencer el miedo.


Que aprendas a tolerar las "manchas negras" del otro, porque tú también tienes las tuyas, y eso anula la posibilidad de reclamo.


Que no te condenes por equivocarte; no eres todopoderoso.
Que crezcas, hasta donde y cuando quieras.


No te deseo que el próximo año te traiga felicidad. Te deseo que logres ser feliz, sea cual sea la realidad que te toque vivir...

sábado, 23 de diciembre de 2017

Precio

Un hombre se acerca a una mujer que está sentada en la barra de un bar. Después de un poco de conversación superficial, el hombre le propone que tengan sexo juntos. Ella le contesta que de ninguna manera iba a hacer eso. El hombre la mira fijamente y le dice que le ofrece un millón de dólares para que lo hagan. La mujer se queda pensativa y en silencio por unos minutos.  El hombre la interrumpe y le dice, ok, ok, ok. Para que tengamos sexo te ofrezco un dólar. La mujer enfurecida le dice que clase de mujer se cree que soy. Él le contesta: “eso ya ha quedado claro, ahora estamos negociando”

viernes, 22 de diciembre de 2017

Nacemos dos veces y lo ideal es no perder la vida más que una - Santiago Kovadloff

http://www.lanacion.com.ar/2091510-nacemos-dos-veces-y-lo-ideal-es-no-perder-la-vida-mas-que-una

Cumplí, días pasados, 75 años. Y voy a hablar de la muerte que anhelo. Lo haré no sin antes volver a agradecer los cumplidos recibidos en la fecha y los deseos sinceros de quienes aspiran a persuadirme de que lo mejor es cambiar de tema. Nada, aseguran, justifica en mi estado actual de salud que me empeñe en este asunto. No faltan, tampoco, los buenos amigos que recurren a una presunta objetividad para asegurarme que, en los días que corren, se han ampliado tanto las fronteras que, a mis años, se es mucho más joven que en el pasado y que, por lo tanto, la expectativa de vida es justificadamente mayor. Y todo ello sin dejar de extender esa gratitud a quienes, al conocer mi edad, no dudan en jurar que no la aparento y, enfatizando su convicción, me recuerdan que son, sin sombra de duda, muchos los hombres de mi generación que desearían encontrarse, a los 75 años, tan bien como yo me encuentro. A todos, mil gracias.

Es cierto: estoy bien de salud. La alegría de vivir no me abandona. Disfruto del amor con una mujer que me conmueve. Mi vocación de escritor está intacta. Conozco el fervor de la amistad. Siempre quise tener por oficio la enseñanza y mi entusiasmo en su práctica no ha languidecido. Leo con avidez. Estudio, incluso, con más perseverancia que en el pasado. No sé vivir sin música. Su enigma y su hermosura me acompañan. La fortuna me ha bendecido con tres hijos artistas. Conozco la emoción de ser abuelo.

¿Entonces, qué? ¿Me doy acaso por cumplido y, saciado, quiero partir? ¿Ya lo tengo todo y nada me queda por ganar? ¿Se ha quedado sin futuro mi deseo? Nada de eso: obro y deseo con la intensidad de siempre. Lo que no quiero, lo que temo, justamente, es que la muerte se olvide de abrazarme cuando ya no pueda vivir como vivo. Con esta intensidad, con este deseo. Cuando de mí no quede sino un saldo, el rescoldo cada vez más frío de un fuego que se apagó. Y creo que, para que eso no suceda, lo mejor sería no abusar de los años. No jugar a la ruleta. No quiero ser mi deudo. No quiero dejarme cebar por la tentación de trescientos días más y luego otros trescientos y terminar perdiéndolo todo, extraviado en lo estéril. ¿Pero qué hacer para remediarlo si se renuncia, como en mi caso, al suicidio? Hay gente afortunada y gente en manos del infortunio. La primera es arrancada a sus pasiones sin haberlas perdido. En el goce de su intensidad. La segunda se sobrevive, integra la extensa caravana de los que se han excedido durando más años de los que lograron vivir. Inexisten; son pura permanencia. O nostalgia sin más de lo sido.

No hay arte del bien morir. Nadie puede, en esta materia, ser el artesano de su suerte. Tal como yo lo quiero, el arte del bien morir no es otra cosa que el ser arrebatado, tras un largo ejercicio, en el goce cabal de nuestras facultades; lejos de los tormentos que impone el deterioro del cuerpo y de la mente. El arte es construcción, es obra. Y, en este caso, no hay como llevarla a cabo. La iniciativa, si rehuimos el suicidio, no puede ser nuestra. Y si la muerte oportuna, tal como la entiendo, no llega cuando se la reclama, sólo cabe implorar que sobrevenga. Que el azar, en su arbitrariedad, nos privilegie. Que nuestra súplica llegue al domicilio de ese alguien que carece de residencia fija. O a los oídos de un sordo que sólo escucha los latidos de su impulso ciego.

Sé de qué hablo. "Fallecí" de ese modo anhelado el 6 de agosto de 2002. Yo dictaba una clase en casa: Molière en su Misántropo era el tema. El diálogo fluía en un grupo entusiasta. Dicen, los que entonces me vieron, que lo mío fue algo fulminante. Recuerdo un último momento antes del derrumbe: pregunté si ellos, los alumnos, oían como yo una melodía. Luego, cuentan, caí como una piedra. Cuando desperté, minutos más tarde, estaba en una silla de ruedas. Mi mano, inerte, en la mano de mi mujer. Bajábamos en un ascensor. Epilepsia, diagnosticaron. Semanas después, razonablemente repuesto, comprendí que había vivido la muerte ideal. No hubo transición en aquella tarde de agosto. No hubo dolor. Simplemente, estaba inmerso en lo que tanto quería y de pronto desaparecí.

No, no soy devoto de las cifras. Noventa, para mí, no es más que setenta, por mejor que se esté a los noventa. Noventa y setenta se podrían homologar si el júbilo diera sustento a las dos edades. Pero no nos engañemos. Es muy poco probable que sea así. Noventa, en este asunto, resulta fatalmente mucho menos que setenta.

Mi vida ha sido larga. Y larga porque abunda en logros y emociones. No hablo sólo de alegrías. Hablo de intensidades. De revelaciones que reflejaron miserias y riquezas. No me quiero residual. Ni me parece indispensable que una buena calidad de vida se asocie, con énfasis, al mayor número posible de años. El arte del bien morir no puede ser otro que el de morir estando bien. En plena vida. Sabiéndonos protagonistas de lo que nos pasa. Morir no después de haber vivido sino mientras vivimos. Porque la verdadera muerte se enmascara en ese después. En ese páramo donde la mejor inquietud ya se ha perdido.

Nacemos dos veces y lo ideal es no morir más que una. Nacemos, primeramente y como es obvio, paridos por nuestra madre. Y luego, si ese privilegio está a nuestro alcance, cuando nuevamente somos dados a luz pero ahora por nuestros proyectos. Y lo ideal es morir una vez sola sin que en nosotros expire el deseo que nos mueve, sino durante su despliegue, en plena floración. Sin presenciar, en nosotros mismos, la ruina de lo que nos importa. Sin vivir la humillación de ser nuestra propia ausencia.

Durar sin ser es la mayor amenaza que pesa sobre nuestras vidas. Durar habiendo dejado previamente de existir. Prefiero, entonces, irme sin arriesgarme a ser la pérdida de esos bienes. Sin consistir en uno que se ha perdido. Sin ser mi propia disolución.

Morir bien es morir a tiempo. No hay peor infierno que el de asistir a las exequias del propio deseo. Al funeral de nuestras pasiones. No hay castigo mayor que el de verse integrando su cortejo fúnebre. La muerte no es, por eso y para mí, lo que sigue a la vida. Sino lo que a diario nos acecha. Lo que nos esteriliza. Lo que encallece la piel. La ausencia de propósito, la apatía, el desapego a los seres cuyo trato nos constituye en personas. La muerte es vida seca, marchita. Ésa es la muerte que mata y no la que viene después. Por eso, imploremos: que la muerte nos sorprenda sedientos todavía, ejerciendo la alegría de crear. Que nos apague cuando aún estamos encendidos.

domingo, 17 de diciembre de 2017

Eduardo Galeano - MUJERES


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El amor

En la selva amazónica, la primera mujer y el primer hombre se miraron con curiosidad. Era raro lo que tenían entre las piernas.
-- Te han cortado?-- preguntó el hombre.
-- No -- dijo ella --. Siempre he sido así.
El la examinó de cerca. Se rascó la cabeza. Allí había una llaga abierta.
Dijo:
-- No comas yuca, ni plátanos, ni ninguna fruta que se raje al madurar. Yo te curaré. Echate en la hamaca y descansa.
Ella obedeció. Con paciencia tragó los menjunjes de hierbas y se dejó aplicar las pomadas y los ungüentos. Tenía que apretar los dientes para no reírse, cuando él le decía:
-- No te preocupes.
El juego le gustaba, aunque ya empezaba a cansarse de vivir en ayunas y tendida en una hamaca. La memoria de las frutas le hacía agua la boca.
Una tarde, el hombre llegó corriendo a través de la floresta. Daba saltos de euforia y gritaba:
-- Lo encontré! Lo encontré!
Acababa de ver al mono curando a la mona en la copa de un árbol.
-- Es así -- dijo el hombre, aproximándose a la mujer.
Cuando terminó el largo abrazo, un aroma espeso, de flores y frutas, invadió el aire. De los cuerpos, que yacían juntos, se desprendían vapores y fulgores jamás vistos, y era tanta su hermosura que se morían de vergüenza los soles y los dioses.


El miedo

Esos cuerpos nunca vistos los llamaban, pero los hombres nivakle no se atrevían a entrar. Habían visto comer a las mujeres: ellas tragaban la carne de los peces con la boca de arriba, pero antes la mascaban con la boca de abajo. Entre las piernas, tenían dientes.
Entonces los hombres encendieron hogueras, llamaron a la música y cantaron y danzaron para las mujeres.
Ellas se sentaron alrededor, con las piernas cruzadas.
Los hombres bailaron durante toda la noche. Ondularon, giraron y volaron como el humo y los pájaros.
Cuando llegó el amanecer, cayeron desvanecidos. Las mujeres los alzaron suavemente y les dieron agua de beber.
Donde ellas habían estado sentadas, quedó la tierra toda regada de dientes.


Las hormigas

Tracey Hill era una niña de un pueblo de Connecticut, y practicaba entretenimientos propios de su edad, como cualquier otro tierno angelito de Dios en el estado de Connecticut o en cualquier otro lugar de este planeta.
Un día, junto a sus compañeritos de la escuela, Tracey se puso a echar fósforos encendidos en un hormiguero. Todos disfrutaron mucho de este sano esparcimiento infantil; pero a Tracey la impresionó algo que los demás no vieron, o hicieron como que no veían, pero que a ella la paralizó y le dejó, para siempre, una señal en la memoria: ante el fuego, ante el peligro, las hormigas se separaban en parejas, y de a dos, bien juntas, bien pegaditas, esperaban la muerte.


La noche/1

Arránqueme, señora, las ropas.
Desnúdeme.
Arránqueme, señora, las dudas.
Desdúdeme.
Arránqueme, señora, las ropas y las dudas.
Desnúdeme. Desdúdeme.


La noche/2

Ellos son dos por error que la noche corrige.


La noche/3

Me desprendo del abrazo, salgo a la calle.
En el cielo, ya clareando, se dibuja, finita, la luna.
La luna tiene dos noches de edad.
Yo, una.


La cultura del terror

A Ramona Caraballo la regalaron no bien supo caminar.
    Allá por 1850, siendo una niña todavía, ella estaba de esclavita en una casa en Montevideo. Hacía todo, a cambio de nada.
    Un día llegó la abuela a visitarla. Ramona no la conocía, o no recordaba. La abuela llegó desde el campo, muy apurada porque tenía que volverse en seguida al pueblo. Entró, pegó tremenda paliza a su nieta.
    Ramona quedó llorando y sangrando.
    La abuela le había dicho, mientras alzaaba el rebenque:
    - No te pego por lo que hiciste. Te pego por lo que vas a hacer


1618, Lima: Mundo poco

El amo de Fabiana Criolla ha muerto. En su testamento, le ha rebajado el precio de la libertad, de doscientos a ciento cincuenta pesos.
    Fabiana ha pasado toda la noche sin dormir, preguntándose cuánto valdrá su caja de palosanto llena de canela en polvo. Ella no sabe sumar, de modo que no puede calcular las libertades que ha comprado, con su trabajo, a lo largo del medio siglo que lleva en el mundo, ni el precio de los hijos que le han hecho y le han arrancado.
    No bien despunta el alba, acude el pájaro a golpear la ventana con el pico. Cada día, el mismo pájaro avisa que es hora de despertarse y andar.
    Fabiana bosteza, se sienta en la estera y se mira los pies gastaditos.


1667, Ciudad de México: Juana a los dieciséis

En los navíos, la campana señala los cuartos de la vela marinera. En los socavones y en los cañaverales, empuja al trabajo a los siervos indios y a los esclavos negros. En las iglesias da las horas y anuncia misas, muertes y fiestas.
    Pero en la torre del reloj, sobre el palacio del virrey de México, hay una campana muda. Según se dice, los inquisidores la descolgaron del campanario de una vieja aldea española, le arrancaron el badajo y la desterraron a las Indias, hace no se sabe cuántos años. Desde que el maestre Rodrigo la creó en 1530, esta campana había sido siempre clara y obediente. Tenía, dicen, trescientas voces, según el toque que dictara el campanero, y todo el pueblo estaba orgulloso de ella. Hasta que una noche su largo y violento repique hizo saltar a todo el mundo de las camas. Tocaba a rebato la campana, desatada por la alarma o la alegría o quién sabe qué, y por primera vez nadie la entendió. Un gentío se juntó en el atrio mientras la campana sonaba sin cesar, enloquecida, y el alcade y el cura subieron a la torre y comprobaron, helados de espanto, que allí no había nadie. Ninguna mano humana la movía. Las autoridades acudieron a la Inquisición. El tribunal del Santo Oficio declaró nulo y sin valor alguno el repique de la campana, que fue enmudecida por siempre jamás y expulsada al exilio en México.
    Juana Inés de Asbaje abandona el palacio de su protector, el virrey Mancera, y atraviesa la plaza mayor seguida por dos indios que cargan sus baúles. Al llegar a la esquina, se detiene y vuelve la mirada hacia la torre, como llamada por la campana sin voz. Ella le conoce la historia. Sabe que fue castigada por cantar por su cuenta.
    Juana marcha rumbo al convento de Santa Teresa la Antigua. Ya no será dama de corte. En la serena luz del claustro y la soledad de la celda, buscará lo que no puede encontrar afuera. Hubiera querido estudiar en la universidad los misterios del mundo, pero nacen las mujeres condenadas al bastidor de bordar y al marido que les eligen. Juana Inés de Asbaje se hará carmelita descalza, se llamará sor Juana Inés de la Cruz.


1983, Lima: Tamara vuela dos veces

Tamara Arze, que desapareció al año y medio de edad, no fue a parar a manos militares. Está en un pueblo suburbano, en casa de la buena gente que la recogió cuando quedó tirada por ahí. A pedido de la madre, las Abuelas de Plaza de Mayo emprendieron la búsqueda. Contaban con pocas pistas. Al cabo de un largo y complicado rastreo, la han encontrado. Cada mañana, Tamara vende querosén en un carro tirado por un caballo, pero no se queja de su suerte; y al principio no quiere ni oír hablar de su madre verdadera. Muy de a poco las abuelas le van explicando que ella es hija de Rosa, una obrera boliviana que jamás la abandonó. Que una noche su madre fue capturada a la salida de la fábrica, en Buenos Aires...
    Rosa fue torturada, bajo control de un médico que mandaba parar, y violada, y fusilada con balas de fogueo. Pasó ocho años presa, sin proceso ni explicaciones, hasta que el año pasado la expulsaron de la Argentina. Ahora, en el aeropuerto de Lima, espera. Por encima de los Andes, su hija Tamara viene volando hacia ella.
    Tamara viaja acompañada por dos abuelas que la encontraron. Devora todo lo que le sirven en el avión, sin dejar una miga de pan ni un grano de azúcar.
    En Lima, Rosa y Tamara se descubren. Se miran al espejo, juntas, y son idénticas: los mismos ojos, la misma boca, los mismos lunares en los mismos lugares.
    Cuando llega la noche, Rosa baña a su hija. Al acostarla, le siente un olor lechoso, dulzón; y vuelve a bañarla. Y otra vez. Y por más jabón que le mete, no hay manera de quitarle ese olor. Es un olor raro... Y de pronto, Rosa recuerda. Éste es el olor de los bebitos cuando acaban de mamar: Tamara tiene diez años y esta noche huele a recién nacida.


Ventana sobre una mujer/1

Esa mujer es una casa secreta.
    En sus rincones, guarda voces y esconde fantasmas.
    En las noches de invierno, humea.
    Quien en ella entra, dicen, nunca más sale.
    Yo atravieso el hondo foso que la rodea. En esa casa seré habitado. En ella me espera el vino que me beberá. Muy suavemente golpeo la puerta, y espero.

miércoles, 13 de diciembre de 2017

Desde que los hombres no creen en Dios no es que no crean en nada: creen en todo.

Gilbert K. Chesterton