miércoles, 17 de julio de 2019

Las zonas - Alfredo Julio Grassi


"No puedo creer en la existencia de furtivas transiciones cuánticas
en la experiencia humana. Debe haber una zona donde lo totalmente inexplicable
se une a lo que entendemos como un hecho normal."

(Henry Margenau, ESP in the Frameworks of Modern Science)

Descendió de la astronave. Inmaculado. Sereno. Hermoso como un dios antiguo. El comandante de la primera misión solar extragaláctica. Su mirada paseó benévola por encima de los representantes de la Federación Tierra que corrían para darle la bienvenida. El objeto alargado que llevaba en la diestra era una pistola láser. El extremo se apoyó en su sien derecha y un haz micrométrico de luz altamente concentrada traspasó su cabeza, ante el gemido angustioso de la muchedumbre que lo había ido a recibir. Luego, sin preocuparse por el orificio que iba de un costado al otro de su cráneo ni por la sangre que manchaba su rostro, echó a andar en medio de la gente, que aterrada se abría para darle paso. La pared que rodeaba el astropuerto pareció no existir ante su paso. La atravesó intangiblemente y se perdió en las luces ajenas de la Tierra.

Inmaculado. Sereno. Hermoso como un dios antiguo. Inhumano.

MORIR PARA IR AL CIELO

Todo es gris. Todo es rojo. Todo es violáceo. Todo se hace incoloro y vuelve a ser rojo. Pero no era así. No debía ser así. La posición del electrón no es siempre la misma pero no cambia de posición con el tiempo. Está en movimiento constante pero está inmóvil. Puede pasar simultáneamente por tres orificios ante él, pero no pasa en ninguna dirección. ¡Qué dolor de cabeza espantoso! Debo abrir los ojos y me cuesta hacerlo.

—¿Un poco de sangre, señor? ¿No tiene un poco de sangre? ¡Se lo ruego! ¡Por favor! —La voz es un susurro obsceno. La mano de pordiosero, escuálida, lívida, se extiende hacia mi rostro. La piedad que me embarga es absoluta. La mujer me mira con sus inmensos ojos violáceos. Como el cielo de otoño. Como el aire de la noche. Como la luz tenebrosa que nos baña. Me inclino hacia ella y sus labios se distienden para mostrar dos afilados colmillos muy blancos. Que no duelen ni lastiman. Es voluptuoso. Volptuoso. Voltuoso. Volspo. Vso...

Muero gritando.

MORIR PARA IR AL CIELO. MORIR PARA IR AL CIELO. MORIR PARA IR AL CIELO.

Sí, abuelita. Todas las noches rezaré al Ángel de la Guarda para que me ampare. En vida y en muerte será mi guía. Morir para ir al cielo, abuelita.

Gris. Rojo. Violáceo. Incoloro. Rojo.

¡Ave César! ¡Los que van a morir te saludan!

El sol hiere mis pupilas y me fuerza a entrecerrar los ojos cuando salgo a la arena del circo. El corto y ancho gladio y el redondo escudo me prestan una seguridad que no experimentaba sin ellos. En la ergástula, pequeña, sin aire puro, creí morir. Pero ahora es distinto. Ella estará allí, mirándome combatir. Y no podré perder frente a esos ojos violáceos, profundos, velados por las largas pestañas. Mataré a mi adversario, que ya se acerca con su tridente y su red preparados para el combate. ¡Idiota! ¡Yo no puedo morir!

¿O sí? ¿Qué es este dolor profundo? El tridente. El "retiario" me lo ha clavado cuando alzo el rostro para mirar una vez más el sol dorado. No es justo. Porque moriré. No quiero morir, pero moriré igual, mi sangre derramada sobre la sedienta arena del circo romano. Mientras aquellos ojos violáceos me miran, me miran, me miran.

¿Morir para ir al Cielo?

¡MORIR PARA IR AL CIELO!

Gris. Rojo. Violáceo. Incoloro. Rojo...

¡Por Dios y por la Cruz! ¡Muerte a los infieles! ¡Viva el buen rey Ricardo... Ricardo Corazón de León! ¡Matad, que Dios perdona! ¡San Juan de Acre debe caer! Soy el primer caballero que asalta los muros. El primero que, aplastando sarracenos, abre paso a los Cruzados. Estoy seguro de vivir mientras todos mueren. Por la Fe. Por los ojos de ella, que desde algún sitio inverosímil me contemplan. Vivir. Vivir.

La saeta que se clava en mi cota de malla, penetra en mi pecho y atraviesa mi corazón canta otra cosa. La sangre gotea, sale a raudales. Caigo. La vida se va con cada latido del corazón que la agita. ¡Y yo no quiero morir! ¡El cielo es mi recompensa! ¡Y yo no quiero morir!

Pero nadie va al Cielo con vida.

morir para ir al cielo

Morir Para Ir Al Cielo

MORIR PARA IR AL CIELO

¡MORIR PARA IR AL CIELO!

El aire es azul. Azul intenso, imposible. La marcha sobre la arena candente es pesada, dura, inhumana. Pero marchamos y seguimos adelante. Tengo que llegar hasta ella. Impedir que la lleven más lejos. Que desaparezca en la inmensidad del desierto blanco, bajo ese cielo azul inverosímil. Los ojos de mujer me esperan. Una mirada violácea, increíble, insistente. Me espera.

El pistoletazo suena muy cerca de mi rostro. La bala golpea con fuerza colosal en mi frente. Penetra en mi cerebro. Lo destroza. Me mata sin remedio. Por supuesto. Para ir al Cielo hay que morir antes.

MORIRPARAIRALCIELOMORIRPARAIRALCIELO

La música, las hierbas aromáticas quemadas en torno, la silenciosa presencia de miles de adoradores. Todo me acompaña en mi ascenso por las escaleras del teocalli hacia el templete. Mientras asciendo, en cada escalón hago una etapa, saco una nota de una flauta de hueso y luego la quiebro. Las flautas son de tibias humanas y suenan dulcemente. "Estoy listo, padre", digo al sacerdote que espera ante el altar de piedra, frente a la estatua de Huitzilopochtli. "Bienvenido, hijo", me contesta él. Me acuesto. Y cuando el antiquísimo puñal de obsidiana baja ritualmente hacia mi pecho veo una vez más los ojos violáceos muy abiertos, muy grandes, muy bellos. Muero alegremente.

MORIR PARA IR AL CIELO

La sensación es tan placentera que realmente no cabe otro mundo para mí, excepto éste. Muelle, tibio, oscuro. Acogedor. El líquido que me rodea Impide que el daño me alcance. El mundo exterior —¿mundo exterior? ¿qué es eso?— llega vagamente con la sensación de profundo bienestar. De... ¡AMOR! No quiero salir de aquí. Quiero quedarme sin que pase el tiempo. Sin moverme. El cuerpo cómodamente flexionado en un arco, los brazos pegados a mis flancos, las manos apretadas en puños inofensivos, las piernas encogidas para ocupar menos espacio en este universo clausurado y tierno. Y no quiero salir de aquí. Pero la Fuerza es superior a mi voluntad de inercia. Inicio el Viaje. El breve, eterno, infernal viaje. Siento. Experimento. Sufro. Dolor. ¡Luz blanca, sonido! El Mundo. ¡Para entrar en el Mundo hay que nacer! ¡Primero morir para ir al Cielo! ¡Después nacer para entrar en el Mundo! ¿O es al revés? No importa. Luz y sonido me sacuden. Alguien, algo, me cuelga cabeza abajo. Siento un golpe seco. ¿Qué es esto tan desagradable? Yo. Soy yo mismo, que lloró mientras el aire penetra por primera vez en mis pulmones.

NACERNACERNACERNACERNACERNACERNACER

DIEZNUEVEOCH0IETESEISCINCOCUATROTRESDOS UNO... C E R O

¡Lo hicimos, Dorian! ¡Lo hicimos! ¡Hemos salido del sueño inducido! ¡Estamos en otra galaxia... llegamos a NCG-3115! ¡Y no nos hemos vuelto locos, amor mío! ¡Los primeros seres humanos terrestres que abandonan el Sistema Solar y alcanzan otro Universo conservando la cordura! En el Centro Hiperespacial tenían razón. Bastaba condicionar nuestras mentes para que no se extraviaran con un viaje totalmente ajeno a cualquier experiencia humana previa..., para que las creencias ancestrales de la especie no se volvieran contra nosotros y nos aniquilaran. Siempre el hombre, desde las cavernas, supo que para ir al Cielo tenía que morir. Por eso durante este viaje hemos muerto cien veces, Dorian. En sueños inducidos y crueles, que nos mantuvieron con vida y cuerdos al despertar. ¿Verdad, Dorian? ¡Aquí estamos, querida mía! ¡La primera pareja humana que abandona la Vía Láctea, va a otra galaxia y sobrevive! ¡En el confín del universo extragaláctlco! Cuerdos, Dorian. Cuerdos. Cuerdos. Cuerdos. Curdos, Cuer...

MORIRPARAIRALCIELOMORIRPARAIRALCIELO

¡NADIE-ESCAPA-DE-LA-LEY!

¡HEMOS IDO AL CIELO: ESTAMOS MUERTOS!

La estaca clavada en el corazón. Los ojos violáceos muy abiertos, Dorian. Los colmillos apenas visibles, arruinando la forma perfecta de tus labios. Pero así acaban los vampiros, Dorian. Y no van al Cielo. Son expulsados. Y con ellos, sus víctimas.

Pero... ¿qué soy yo? ¿quién soy yo? ¿qué es yo? ¿por qué ese Conejo Blanco pasa frente a la inmóvil astronave mientras mira el reloj de bolsillo y musita cosas incomprensibles, espantosas, pisando estrellas, aplastando planetas, hundiendo galaxias?

MORIR...

COMUNICADO DEL CENTRO HIPERESPACIAL DE LA FEDERACIÓN TIERRA:

"Vistos los sucesivos fracasos de las cuatro expediciones extragalácticas tripuladas enviadas rumbo a la Galaxia NGC-3115, se aconseja suspender las experiencias mientras no sea posible descubrir la causa de la desaparición de las astronaves utilizadas. Cabe la posibilidad de fallas mecánicas, pero con casi absoluta seguridad el problema es generado por el factor humano y no por las máquinas. Es posible que el acondicionamiento mental dado a las parejas tripulantes no sea suficientemente adecuado. Tratándose de distancias infinitamente grandes, no es difícil que la mente humana, en su incapacidad para determinarlas y comprenderlas, cree su propio universo con leyes individuales, donde no actúen ni sistemas lógicos ni estructuras físicas generales. Es probable que el Hombre, alejado de su Universo natal, abandone su condición humana y pase a ser algo distinto. O simplemente, a no ser."

Descendió de la astronave. Inmaculado. Sereno. Hermoso como un dios antiguo.

Mensaje a la Tierra–Alfredo Julio Grassi


Ese era el día. Hacía veinticinco años que soñaba con aquel momento. Y por fin había llegado. Johnny miró la silueta alargada y brillante del Selene 2 mientras caminaba con paso elástico por la pista de concreto y suspiró. Aún le parecía mentira que entre millares de postulantes lo hubieran escogido a el.
Porque el Selene 2 iba a viajar a la Luna y él era el piloto.
Tras un examen médico final, después de hablar con el profesor Von Baumann para repetir las instrucciones definitivas, que ya se habían convertido en reflejos condicionados en su organismo, había salido del edificio central, en el campo experimental de vuelo de Yucca Flats, y enfrentaba al plateado cohete.
Iba a viajar a la Luna.
Recordaba la emoción con que desde adolescente había seguido los pasos de la última ciencia del transporte humano, la astronáutica, sus sueños, sus ilusiones, sus deseos. Ahora sería el primer hombre que pondría pie sobre la superficie helada del satélite terrestre.
‘’Será algo rápido’’ –le habían dicho-. ‘’Dos días y medio de ida y dos días y medio de regreso. Al llegar podrá descender y permanecer doce horas tomando fotografías y recogiendo muestras minerales de la superficie lunar. Llevará oxígeno y alimentos para siete días’’
‘’No llegará’’-habían dicho muchos. Todavía recordaban el fracaso del primer intento tripulado. Los restos del Selene 1 circundaban con miras a la eternidad el Sistema Solar, perdidos, con el cadáver congelado de Jack Perkins en los mandos. Pero Johnny sabía que con él sería distinto. Para viajar a la Luna era necesario algo más que un vehículo interplanetario. Él poseía lo otro. Un sueño de infancia, soñado una y otra vez en el curso de los años. El deseo milenario de verse libre. De saber que el hombre es libre. El viaje era el primer paso en busca de esa libertad real de la humanidad. Para eso había que sacudir la indiferencia de la mayoría, la ignorancia de tantos, el temor de todos.
‘’Si el viaje fracasa, la conquista del espacio se atrasará cincuenta, cien años, Johnny. Con la amenaza de guerra en que nos debatimos cuesta mucho reunir los fondos necesarios para la empresa. Únicamente un gran éxito nos asegurará la continuidad del esfuerzo’’-le había dicho el profesor Von Baumann, estudiándolo bajo sus cejas grises. Von Baumann era otro soñador. Había luchado cuarenta años hasta conseguir apoyo económico suficiente para la fabricación del Selene. El fracaso parcial del viaje del primer modelo de la espacionave tornaba crítica su situación. Si el segundo no llegaba a la Luna, no habría más oportunidades, Los hombres generalmente prefieren destruirse a conciencia antes que ampliar el horizonte cotidiano.
‘’El primer intento fracasó porque el pobre Jack se quebró, profesor’’-respondía invariablemente Johnny Franciosa-. ‘’Conmigo será distinto’’
Johnny se ajustó con sus propias manos el casco de vitroplast que le aislaba totalmente del mundo exterior; había aprendido a hacerlo sin ayuda durante las agobiadoras pruebas a que le sometió Von Baumann a través de dos años de entrenamiento. El profesor, a su lado, le estrechó la diestra y lo vio penetrar en el cuerpo del monstruo metálico, cuya aguzada punta enfilaba hacia las estrellas.
-¡Buena suerte, Johnny!- Musitó el anciano, sin que su voz se oyera.
Johnny se aseguró las correas sintéticas que ataban su cuerpo al asiento extensible donde debía permanecer hasta que concluyera la primera etapa del viaje, de aceleración inicial. Con movimientos calculados probó los mandos y ajustó el micrófono del casco.
-¡Selene llamando a base! ¡Conteste, base!
-Base hablando con Selene. ¿Qué tal la recepción?
-¡Perfecta!
-Entonces, ¡Buena suerte, Johnny!- era Ernest Boyd, el ingeniero jefe.
-¡Gracias, Ernie!
Los segundos pasaban lentamente. Por el receptor de la pared de la pequeña cámara de mandos del cohete, Johnny escuchó la cronista de la Red Intercontinental de Emisoras trasmitiendo los últimos detalles del histórico momento:
-Dentro de pocos instantes un hijo de la Tierra partirá en busca de otros mundos. Johnny Franciosa, de 32 años de edad, ciudadano americano, flotará en el espacio exterior a través del vacío hacia un objetivo distante 300.000 kilómetros de su planeta natal. ¿Conseguirá llegar? Si lo hace, será el hombre más solo en la historia de la humanidad. La opinión pública mundial está dividida al respecto. Tardaremos dos días y medio en saber si la primera fase de la experiencia ha tenido éxito, pero durante todo el viaje estaremos en contacto con Franciosa a través de la radio. La base de Yucca Flats retrasmitirá en cadena toda la información reciba…
Johnny oprimió el botón que cortaba la recepción. En el cuadrante de instrumentos se encendió una luz roja y un timbre repicó agudamente. En los auriculares del casco resonó la voz de Von Baumann.
-Diez segundos para el momento, Johnny.
-Bien.
-Nueve…ocho…siete…
Pronto estaría en viaje. O volaría hecho pedazos si los tubos eyectores de los cohetes no resistían. Cerró los ojos y volvió a abrirlos. Traspiraba profusamente; tragó saliva y sintió que tenía los labios resecos. Pero aquel no era momento para dejarse dominar por los nervios. Tenía que concentrarse. ¿Qué decía la voz?
-…cinco…cuatro…
Johnny oprimió la palanca que accionaba los motores, listo para detenerlos si algo marchaba mal; toda la operación de despegue era automática, controlada desde la torre de despegue, pero el piloto podía detenerla en cualquier momento desactivando el mecanismo central. Nada podía fallar.
-…tres…dos…uno…buena suerte… ¡CERO!
Johnny lanzó todo el aire que quedaba en sus pulmones y contuvo la respiración. Al mismo tiempo los motores atómicos rugieron con la furia de mil gigantes cautivos. El suelo tembló, y los espectadores que observaban la escena desde las ventanas de plexiglás de la casamata de concreto vieron cómo el Selene 2, primero lentamente, luego más de prisa, y por fin a tremenda velocidad despegaba y se perdía en el firmamento estrellado, desapareciendo verticalmente a la plataforma de lanzamiento.
La primera parte, que según los técnicos era la más peligrosa, había tenido éxito.
Luego, el viaje. Para Johnny no fue largo. En realidad apenas la Tierra se convirtió en una esfera que se hacía cada vez más pequeña, el cosmonauta perdió toda la noción del tiempo. Estaba solo, absolutamente solo, alejándose de sus semejantes a velocidad creciente, ante una pared más negra que un sótano, en la que se reflejaban con un brillo intolerable las estrellas en la Vía Láctea. La Luna crecía por momentos llenando la pantalla de observación de proa hasta cubrirla por completo con su intensa imagen blanca. A cien mil kilómetros de la Tierra, un puntito plateado y brillante señalaba la órbita muerta del Selene 1. Johnny sonrió suavemente hacia la tumba de su predecesor. ‘’Pobre Jack’’, pensó a modo de oración.
La tumba ideal para un cosmonauta.
Dos días y doce horas. Durante todo el viaje Johnny había estado en contacto con el profesor Von Baumann. La estática no lograba borrar la emoción en la voz del inventor. La Tierra esperaba el momento del descenso –alunizaje, se dijo Johnny- conteniendo la respiración. El cosmonauta cerró el receptor de radio. Aquel instante era para él demasiado sublime para compartirlo.
Acomodándose en el asiento reajustó las correas de seguridad. Luego oprimió el botón verde que controlaba los cohetes de proa, que actuaban como frenos. Al hacerlo exhaló mecánicamente el aire esperando la brusca disminución de velocidad. Nada ocurrió. Aspirando profundamente, volvió a apretar el botón. Los cohetes no funcionaron. Insistió con fuerza, alarmado. Un gusto amargo, a miedo, se expandió en su boca y le llegó a la garganta. El mecanismo electrónico estaba descompuesto.
Con mano insegura restableció contacto radial con la Base Tierra.
-Selene 2 llamando a Base Tierra… ¡Conteste, Base Tierra!
-¡Aquí Base Tierra! ¿Qué ocurre, Johnny?- era el ingeniero jefe Boyd
-¡Von Baumann! ¡Lo necesito inmediatamente!
- Estoy aquí, Johnny… serénate. ¿Qué ocurre? –el inventor había adivinado a través del espacio que algo marchaba mal en la cabina de la astronave.
-¡Los cohetes delanteros no funcionan, profesor! ¿Qué hago?
Hubo una pausa insignificante.
-Escúchame atentamente Johnny… y no pierdas la serenidad- la voz de Von Baumann era tranquila. Johnny se humedeció los labios con la punta de la lengua-. Recuerda lo que debes hacer. Tendrás que invertir los mandos y posar el aparato accionando los cohetes impares para que descienda lateralmente… Utiliza la vigésima parte de la potencia normal cuando estés a dos kilómetros y medio de la superficie lunar. Te sacudirás un poco pero nada más… ten confianza.
-¡Sí, profesor, gracias!- Johnny se sintió más tranquilo. Con un esfuerzo dominó el leve temblor de sus labios y advirtió que estaba rezando. Miró al altímetro: estaba a veinticinco kilómetros de altura sobra la Luna. La distancia se acortaba rápidamente. La superficie del satélite cubría todo el portillo de proa con un brillo hipnótico. La diestra de Johnny se adelantó hacia el botón rojo que accionaba los cohetes posteriores impares. Sus ojos estaban clavados en el altímetro, que leyó en voz alta sin darse cuenta.
-Quince…doce…once…ocho…siete...
Por los auriculares le habla la voz de Von Baumann como quien musita una plegaria:
-¡Desciende bien, Johnny! Si no lo haces el hombre perderá las estrellas… seguirá atado a la Tierra por generaciones… cuidado, Johnny, cuidado…
¡Seis kilómetros... cinco…cuatro…tres…! Mientras con la mano izquierda movía un dial numerado hasta la cuarta marca, con el índice de la mano derecha Johnny oprimió el botón rojo. Los cohetes 1, 3 y 5 rugieron y la máquina espacial se sacudió, cambiando de rumbo cuando parecía que estaba a punto de estrellarse. El brillante panorama lunar se deslizó vertiginosamente ante los ojos del cosmonauta, que lanzó un gemido ahogado por la terrible presión. Luego el Selene 2 se detuvo y Johnny se sintió proyectado hacia delante con tanta violencia que creyó que las correas que le sujetaban se romperían.
Sacudió la cabeza dentro del casco protector. Tenía gusto a sangre en la boca y le dolía todo el cuerpo como si hubiera recibido una paliza. Con mirada perdida buscó la ventana de observación. Entonces oyó el zumbido. Instantáneamente lo identificó. Era aire que escapaba. Con los movimientos precisos del hombre que sabe lo que hace se ajustó sobre el casco protector la cubierta de vitroplast y abrió la llave de los depósitos auxiliares de oxígeno comprimido que llevaba en el traje espacial.
El silbido del aire huyendo por una brecha era cada vez más fuerte. Johnny soltó las correas que lo sujetaban al asiento y se incorporó, volviéndose a mirar. El Selene 2 se había desgarrado a lo largo de la cabina contra una punta rocosa que se había interpuesto en su camino. Por la brecha el aire escapaba rápidamente.
El oxígeno del traje espacial duraría cuatro horas. al cabo de ese tiempo era posible cargar los depósitos nuevamente, sacando el gas de los tanques del Selene 2. ¿Pero quién pensaba en eso? ¡Había llegado a la luna! Con una mano que temblaba, esta vez de emoción, conectó el trasmisor de radio.
-¡Lo hice! -gritó-. Von Baumann... ¡He descendido bien!
-¡Gracias a Dios! -llegó débilmente la respuesta del inventor-. ¿Y el Selene?
Johnny miró la proa destrozada del navío sideral y sus ojos se nublaron. El Selene 2 no volvería a volar. La comprensión de esto hecho le hizo estremecer. ¡Estaba condenado! Había llegado a la Luna, pero no podría regresar a la Tierra. Nunca. Le quedaban cuatro días y medio de vida, aproximadamente. Después, la soledad, el frío eternos.
-El Selene está destrozado -repuso con voz que no era la suya-. Es imposible repararlo.
La voz de Baumann se veló.
-¡Tienes que hacerlo, Johnny! ¡No puedes darte por vencido... trabaja desde ya! Piensa en nuestros sueños... en ti. En la Humanidad.
Humanidad. Palabra algo vaga. Eran más tangibles los sueños.
Johnny miró los trozos de retorcido metal y tragó saliva. Era inútil. Lo sabía.
-Voy a echar una mirada y restableceré contacto, profesor -mintió-. Tal vez sea posible
En la Base Tierra, Von Baumann y el grupo de técnicos se movieron nerviosamente en torno al trasmisor de radio. Una docena de cronistas de distintas agencias noticiosas internacionales escuchaban con las misma ansiedad. Todos sabían que del siguiente mensaje de Johnny dependía el futuro de los vuelos espaciales. La misma amenaza de guerra cedía su paso a la expectativa.
-¡Profesor! -el contacto de restableció. La voz de Johnny era aguda, cargada de excitación-. Salí del Selene para verificar la magnitud del daño y recibí la sorpresa del siglo. En la Luna hay atmósfera... evidentemente muy tenue, pero es respirable. Es más. ¡Hay habitantes!
Todos se miraron. ¿Habría enloquecido el astronauta?
-Pregúntele cómo son -susurró uno de los periodistas. Von Baumann hizo un gesto brusco. El receptor produjo una serie de ruidos extraños, metálicos-
-¡Johnny! -gritó el inventor-. ¿Estás bien? ¿Que ocurre?
-Estoy perfectamente, doctor -la voz de Johnny era nuevamente clara, libre de estática y de sonidos parásitos-. Me he quitado el casco...¿oye el ruido de la brisa? Estoy en el fondo del cráter Copérnico. En estos momentos se acercan a mí cuatro seres de unos dos metros y medio de alto, provistos de seis extremidades muy delgadas... no parecen belicosos. Me adelantaré a recibirlos. ¡Corto!
-¡Johnny! ¡Un momento, Johnny! -gritó Von Baumann, haciendo chasquear la palanca del micrófono infructuosamente. El astronauta había interrumpido la comunicación.
Los ocupantes de la torre de control se miraron, aturdidos. Todas las teorías parecían derrumbarse. ¡Vida en la Luna! Uno de los periodistas corrió hacia la puerta y los demás lo siguieron. Aquella era una noticia de primera plana. Von Baumann, con mano temblorosa, siguió accionando la perilla del trasmisor. De pronto el receptor cobró vida nuevamente y los cronistas detuvieron su éxodo para escuchar, tomando notas.
-Los selenitas parecen inteligentes, profesor -era Johnny, hablando con voz cargada de nerviosidad-. Hablo desde el exterior del Selene 2 por medio de una conexión que improvise, pero temo que no podré seguir haciéndolo durante mucho tiempo. Los cuatro seres están a corta distancia y me hacen señas. No sé que pretenden, pero creo que esperan que los siga. ¡Atención! Uno de los insectos lleva un largo tubo que brilla... ahora apunta hacia el Selene. Me acercaré a ellos, pues parece un arma y temo que...
La voz cesó en el receptor. Von Baumann ahogó una maldición de impotencia. Uno de los cronistas, que se había acercado a la gran ventana abierta hacia la noche, lanzó un grito gutural.
-¡Dios! -murmuró-. ¡Miren eso!
En la zona oscura del gran cráter Copérnico, que se destacaba sobre la Luna llena, se había encendido una luz. Monstruosa, más brillante que la misma Luna, comenzó a extenderse con la celeridad de un relámpago. Al mismo tiempo la superficie del satélite pareció velarse, como si una inmensa nube la estuviera cubriendo.
-¡Qué me cuelguen! -exclamó el ingeniero Boyd-. Es una explosión atómica... ¡Una explosión atómica en la Luna!
-¡Los selenitas han desintegrado al Selene 2! -gritó otro de los periodistas. Y todos abandonaron la sala. Esta vez no podían perder tiempo. Había que informar al mundo.
Von Baumann se aferró al aparato de radio, mortalmente pálido.
-¡Johnny! -llamó angustiado-. ¡Contesta, por favor!
Pero el receptor permaneció mudo. El piloto del Selene 2 no podía contestar.
Johnny, de pie sobre un promontorio de piedra pómez helada, miró cómo los motores atómicos del Selene 2, que acaba de activar, estallaban silenciosamente en el fondo de aquel mundo muerto. La tremenda explosión levantó una gigantesca nube de fino polvo lunar, que se alzó lentamente hasta cubrir el fantástico escenario, abriéndose como un hongo monstruoso. Johnny esbozó una sonrisa tras la escafandra de vitroplast. El Selene 2 había cumplido con su deber hasta el fin. Como su piloto. La mentira del hombre y la máquina servirían para llevar a la Humanidad a la Luna, a los planetas... a las estrellas.
Porque en el satélite no había atmósfera ni habitantes. Pero una vez dada la noticia por el primer astronauta allí desembarcado, ¿quién podría detener el clamor popular que quería saber, conocer a aquellos selenitas capaces de producir una explosión atómica? Sin contar con la lógica curiosidad por el destino corrido por Johnny Franciosa.
Suspirando miró el cuadrante donde una diminuta aguja señalaba la cantidad de oxígeno que le quedaba. Dos tercios del segundo tanque. Después, el frío y la oscuridad. Pero estaba contento. Alzando la cabeza miró hacia la tierra, que como una enorme bola de billar verde brillaba en el firmamento estrellado. Un hombre solo regalaba el infinito a los hombres. La sonrisa se acentuó en sus labios. Cuando realizaran el segundo viaje, los astronautas al alunizar el Copérnico lo encontrarían allí, sentado sobre la roca, mirando hacia La Eternidad.
Pasaría a la Historia como el mayor mentiroso del siglo.
En la Tierra, solo en el extremo más alejado del campo de pruebas, Von Baumann caminaba con las manos en los bolsillos de la chaqueta de tweed y la vista clavada en la Luna, cuya superficie había vuelto a normalizarse.
-¿Por qué, Johnny? -preguntó, sin mover casi los labios, con una mirada de inmensa pena en sus ojos miopes. Tal vez era el único hombre en todo el planeta que sospechaba lo ocurrido y trataba de comprenderlo. De pronto, como si una voz inaudible le hubiera hablado al oído, asintió: -Sí, ya sé- El hombre tiene que llegar a las estrellas. ¡Y tú has abierto el camino! Centenares de millones de ojos están clavados en el cielo, buscando alguna señal tuya... ansiando que parta otro cohete en tu seguimiento ¡Y así se hará!
El viejo se secó los ojos con el dorso de la mano y carraspeó. Aquél no era momento para llantos. No se llora por los triunfadores. Lo que correspondía hacer era comenzar nuevamente a trabajar.
Mientras regresaba al laboratorio consultó, casi sin saber por qué lo hacía, el reloj. Habían pasado cuatro horas desde el estallido del Selene 2.
Una eternidad.

lunes, 15 de julio de 2019

Bien o mal

Tuve un jefe en un proyecto, G. S., que decía: "Esto está mal. Pero está bien que esté mal. Porque solamente dándonos cuente de que está mal, podemos hacer algo para que lo que está mal, esté bien" . Obvio que, cuando hacíamos lo que había que hacer, volvía a decir lo mismo ...