lunes, 31 de agosto de 2020
Cautiverio
Viajaba de Buenos Aires a Pinamar para descansar unos días. Había planeado pasar por el campo de Pachu, un amigo del colegio. Llegando a Madariaga, seguí el mapa que me había mandado Pachu. Se notaba que algunos caminos se usaban poco y estban tapados por los yuyos.
Pachu me lo había advertido, no era fácil ubicarse. No había ninguna referencia, una estación de srvicio, algún negocio, nada. De carteles con indicaciones, ni hablemos. Todo se veía igual. Alambrados, cada tanto una huella, alguna que otra vaca y los postes de la luz. Y campos sembrados.
Paré, me subí a una tranquera, y haciendo equilibrio, trataba, al mismo tiempo, de mirar el mapa y ubicar algún punto de referencia. A lo lejos vi venir una camioneta. Una chata. Una F100, calculo del 60 o 70 por el estado. Pasa de largo por al lado mío, y a los 30 metros frena y retrocede. Para al lado de mi auto.
- ¿Hola, te puedo ayudar?
- ¡Hola!, estoy buscando el campo de ... , - no me dejó terminar.
- ¡Gordo!. Marito querido, ¿qué haces?, - mientras se catapultaba de la camioneta y corría hacia mí.
No entendía qué estaba pasando. Me invadió una mezcla de estupor y alegría.
- ¿Billy?. ¿Billy Zion? ¿Sos vos?. Te creía … en fin … vos sabés … como tanta gente … se dijeron tantas cosas, - no pude evitar la pausa.
- Tranquillo Marito. Sí, sí, me creías muerto. Muchos creen eso. No te avergüences.
Nos fundimos en un abrazo, que no sé cuánto duró.
- Es que, es que … lo último que supe …
- Sí, sí. Tranquilo. Ya vamos a hablar. ¿Y qué hacés por acá?
- Ando buscando el campo de Pedro Capri, de Pachu, un compañero de colegio.
- ¡No me digas! ¡Qué grande Pachu, el mundo es chico! Nos hicimos muy amigos. No pasa una semana o dos sin que hagamos un asado o tomemos unos vinos juntos. Es a uno de los pocos de afuera a quien veo. Pero ahora seguime, vamos a mi casa, está acá cerca, y después hablamos con Pachu para juntarnos.
Mientras manejaba detrás de la camioneta de Billy, repasé la historia que yo conocía de Billy, Billy Zion. Nos conocimos en la facultad. No estábamos todo el tiempo juntos. Él había ingresado antes que yo, pero se había atrasado en varias materias. Capacidad no le faltaba. No se dedicaba lo suficiente. La familia tenía mucha, pero mucha, pero mucha guita. Eso lo supe mucho después. Viajaba, le gustaban los deportes, buceo, esquí, surf, las motos. Y por esa afición, las motos, fue que nos hicimos amigos. Iba a la facultad en una BMW enorme. Yo sólo las miraba de lejos. Me llevaba a dar vueltas. Fue él quien me enseñó a manejar una moto.
- Marito, vos deberías tener una, una tuya, propia.
- No, Billy, no jodas. No laburo, y mi viejo no me va a dar la plata.
Me presentó a un importador directo que me hizo un precio increíble. Y así fue como tuve mi primera moto, una Suzuki 450 de 6 cambios, gracias a Billy.
Cuando él se recibió, casi dos años después de que yo terminara, trabajó un tiempo, y se fue a hacer un master en arquitectura en Yale. Quería dedicarse a construir casas. No edificios, ni obras grandes. Casas, sólo casas. Perdimos un poco el contacto. Cuando volvió, nos vimos algunas veces. Pero no como antes. Sin embargo, el afecto mutuo perduraba.
La noticia me impacto. Realmente me pegó fuerte. El secuestro de Billy fue algo terrible para los que lo conocíamos. Era un tipo sano, que no andaba en nada raro. Nadie dudaba de que el móvil había sido por guita, por un rescate. La familia, especialmente el padre, nunca accedió a negociar con los secuestradores. Pasó un año, y todos coincidían en que a Billy lo habían matado. Yo también.
Recorrimos unos pocos kilómetros y llegamos a unos galpones. Se bajó de la camioneta.
- Gordo, vamos a dejar tu auto acá. Ya estamos dentro de mi campo, y estos galpones tienen buenas cerraduras. Estacioná, agarrá tus cosas, y seguimos en la chata.
Cuando subí a la chata, y mire el interior, no entendía nada.
- ¿Te sorprende? Lo de afuera es sólo una cáscara. En realidad esto es una Izusu Banzai. Le cambié la carrocería por la de una F100. Le puse cristales multi laminados de 7 mm y blindaje, claro. Aguanta el disparo de una bazuca. Y tiene el equipamiento más moderno.
Seguimos andando y no sabía muy bien qué decirle, de qué hablar.
- Sé lo que te estás preguntando. Marito, después te cuento la historia completa, - dijo, con la vista fija en el camino - Mi viejo nunca pagó. Lo admiro por eso. Fue una enseñanza. Nunca traicionar tus principios. No sé si hizo bien o hizo mal. Me comí un año y 7 meses años. Muy duro, hasta que un día me pude escapar.
Entramos a la casa de Billy, que más que una casa de campo era un bunker, prácticamente enterrado, como un sótano. El buen gusto que Billy siempre tuvo, le daba al lugar mucha calidez. Tubos transparentes, dejaban entrar la luz natural, y el aire se sentía fresco. Madera, combinada con piedra, ladrillos. varios vitreaux que lograban un efecto relajantes. Mi cabeza funcionaba a mil. ¿Cuál era la historia de Billy? ¿Qué habría pasado en todos estos años? Sacó unos bocaditos de la heladera y se puso a preparar la cena. Con la picada tomamos Fernet con Coca.
- Tomá, ponele salsitas a tu gusto. Este vino tinto, lo tengo guardado desde hace un tiempo, para un momento especial. Hoy es un buen día.
Mientras preparaba todo, Billy me miró, muy relajado, y empezó la historia.
- El secuestro fue una experiencia aterradora. Me agarraron a la salida de un boliche, tarde a la noche, en Barracas. Se había acabado la fiesta … y cuando terminó, para mi empezó el calvario. Había ido en la moto. Estaba poniéndome los guantes y el casco. Paró una Traffic al lado mío. Se bajaron dos tipos con capuchas, armados. En esa época no conocía de armas, pero te aseguro que metían miedo. “No te asustes pibe”, - me dijeron. “Sabés que no es nada contra vos. Es una cuestión de guita. Me vendaron los ojos y me ataron las manos. En la camioneta me cagaron a palos. Me di cuenta que no querían arruinarme, si no asustarme. No me tocaron la cabeza ni el cuerpo, sólo los brazos y las piernas. Habremos viajado un par de horas. No tenía idea si estaba en Villa Crespo o en Monte Grande. El lugar en el que me tuvieron era terrible. Casi dos años estuve ahí. A veces los escuchaba hablar de mover “el paquete”. Pero nunca salí de ahí. Era una caseta, como esas que se usan para guardar las herramientas del jardín. No entraba una pisca de luz. Después me enteré de que la caseta, a su vez, estaba adentro de un galpón. Tuve que reconocer el lugar al tacto. Paredes de tablas de madera rústica, como algarrobo sin lijar y el techo de fibrocemento acanalado. Encontré un balde de pintura de 20 litros, vacío. Ese sería mi baño. El colchón estaba en el piso. Al principio trataba de calcular los días que pasaban. Después no me importó. Me cagaba de frío en invierno y de calor en verano. Sentía bichos que me picaban, sobre todo a la noche. Apenas podía higienizarme con un tarro de agua que a veces me alcanzaban. La comida era desagradable. Guiso, siempre guiso. Nunca quise saber con qué la preparaban. A veces, en algún bocado, sentía que algo se movía en mi lengua. Trataba de acordarme de esos programas de supervivencia de National Geographic: todo son proteínas. Pero nada peor que sentir que no tenés libertad. Como te dije, mi viejo nunca quiso pagar el rescate. A veces lo odiaba, a veces lo entendía. Me atormentaba pensar en que llegara momento en que estos tipos se cansaran de esperar. Creo que duré tanto porque se enteraron de que mi viejo estaba enfermo. Deben haber pensado que con la perspectiva de su propia muerte, iba a aflojar. O que se iba a morir y la familia iba a pagar. Otras veces pensaba que quizás no iban a ser ellos mis verdugos si no mi deterioro físico. Mi salud empeoraba cada vez más. Fiebre, convulsiones, tos, dolores en el pecho y en el vientre. Perdí muchos kilos, los temblores se hicieron casi permanentes.
- Ya está la cena, ¿nos sentamos a la mesa?
- ¿Billy? ¿Por qué me contás todo esto? ¿A mí?
- No lo sé muy bien, Gordo. Siempre te quise, te sentí alguien especial. Alguien en quien confiar pero a la vez alguien no muy íntimo. Nunca le conté a nadie estas cosas. A nadie. Pero creo que llegó el momento.
En la cena hablamos de cosas triviales, de cómo me había ido a mí, de mi familia, de la suya, recordamos la época de la facu. Me contó que vivía recluído y que no veía a casi nadie.
- ¿Seguís sin comer postre?¿Sólo helado? Vení, vamos al living a comer un poco. y a seguir con el vinito y la historia. Mientras estuve guardado, tenía todo el tiempo, de todos los días para pensar. Pero sobre todo, para escuchar. Memoricé todos los patrones acerca de cómo se movía esta gente. Cuántos guardias eran, horarios, relevos. Si iban al baño o hablaban de futbol. Cuándo hacían las compras, cuándo cocinaban. El ruido de los pasos, me permitía saber quién estaba en cada momento. Y me aprendí de memoria el lugar, cada tabla, cada viga, cada chapa del techo. Esa fue la primera clave para mi plan. Y entonces, empecé a pensar en la posibilidad de fugarme. Pensar en el riesgo de que me atraparan y me mataran, la verdad, ya no me importaba. Ya estaba peor que muerto. Cuando me empezaron a ver muy mal de salud, accedieron a darme algunos remedios que les venía pidiendo con insistencia. Jarabe para la tos, algunos antibióticos, analgésicos, y esas cosas. Me los iban dando cada tanto. Alguna vez uno, otras veces otro. Y esta fue la segunda clave. Tercera clave: cada tanto, algunos de los custodios cambiaban. Y desde el principio, los fines de semana había suplentes. Y llegó una oportunidad. Cambiaron uno de los tipos que hacían relevos. Los sábados a la noche lo visitaba su novia. Y en ese rato, se olvidaba de mí. Uno de esos días, trepé por una de las vigas de la caseta, y levanté una de las placas del techo, que con mucha paciencia y sigilo, había ido aflojando. Llevaba conmigo un morral con todos los frasquitos que habían tocado mis cancerberos. Me aseguré de tener por lo menos uno tocado por cada uno de ellos. Salir del galpón fue fácil.
- Pude ver a mi viejo con vida. Ya estaba en las últimas. Hasta pude reconocerle lo que hizo. Y él pudo pedirme perdón. En los meses que le quedó de vida, gracias a sus influencias en el poder, su dinero, y la información que les pude dar, incluyendo los frascos con las huellas, detuvieron a más de 15 personas que habían participado.
- Es una historia terrible, Billy. Gracias por contármela. Gracias, realmente.
- No, Gordo, ¡gracias a vos por ponerme la oreja!
Fue un abrazo muy fuerte, muy fraterno. Los dos lloramos, nos palmeamos. Nos separamos, agarrándonos uno al otro de los hombros para poder mirarnos a los ojos. Y nos volvimos a abrazar.
- No hay nada mejor que un coñac para cerrar la noche, ¿no te parece Marito? Este es francés, es una de las cosas que me llevé de la bodega de mi viejo.
- ¡Sí, estoy de acuerdo! ¡Me encanta el coñac! Ahora … Billy … no puedo evitar la pregunta. ¿Porqué no te reintegraste a la sociedad, buscaste tus amigos, empezaste una carrera laboral nueva? ¿No tuviste en ese momento ganas de arrancar una vida nueva?
El rostro de Billy se endureció. Su mirada y su boca se crisparon. Miró al piso, se incorporó de su posición recostada en el sofá, y se sentó en la borde, con la copa de coñac entre las manos. Me miró firme a los ojos.
- Marito. Mi salud quedó debilitada, mucho. No puedo volver a practicar ninguno de los deportes que practicaba. Sufro una cardiopatía complicada, que no se arregla ni con cirugía. Mis pulmones están débiles. Mi hígado a media máquina. Los médicos me dijeron, Zion, a partir de hoy, tiene que vivir con los pies en la tierra. Les hice caso, al pie de la letra. No me muevo de acá. Pero la más grave enfermedad que me quedó no es física. Es una enfermedad de las peores que existen. El miedo. Ese miedo, hizo que el único objetivo en mi vida fuera asegurarme de que eso que me paso, me pasara una sola vez en la vida. Por eso vivo en este bunker. Acá, yo tengo el control.