jueves, 18 de junio de 2015

Insultando, que es gerundio (II)–Arturo Pérez Reverte

ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 20/5/2007

Les contaba la semana pasada lo difícil que se va poniendo insultar cuando lo pide el cuerpo; incluso aludir despectivamente a algo que detestas o desprecias, y hacerlo sin vulnerar los cada vez más estrechos límites de lo socialmente correcto. Mencionaba los casos reales de lectores gaiteros -todo es compatible en XLSemanal- indignados cuando utilizo de modo peyorativo, que es casi siempre, la eufemística palabra soplagaitas. O la documentada carta que me dirigió hace un par de años una empresa de artesanos vidrieros afeándome el uso de sopladores de vidrio. Y es cierto que así están las cosas. Ya ni hijo de puta puedes decir impunemente, pues se revuelven como gato panza arriba las señoras del oficio, o -una madre es una madre, al fin y al cabo- su muy digna descendencia. Para quienes necesitamos describir, contar o interpretar el mundo por escrito, el problema reside en que, si aplicásemos al pie de la letra tan restrictivas interpretaciones, sería imposible utilizar palabras descalificadoras o peyorativas, pues siempre habrá un sector de población incluido en ese término, aunque el significado de uso concreto, y evidente, lo deje fuera del asunto. Decir que Ignacio de Juana Chaos, verbigracia, es un canalla y un psicópata será discutido por muy poca gente honrada, excepto -y con razón, claro, desde su punto de vista- por aquellos innumerables canallas y psicópatas que no son, como ese mierda de individuo, conspicuo gudari de la patria vasca, miserables asesinos.


Tanta y tan exquisita sensibilidad, tanto sarpullido tiquismiquis por el uso de una de las lenguas más cultas, ricas y complejas del mundo, embota mucho los filos de la eficacia expresiva -y luego quieren algunos que tengamos estilo-. Imagino que a una mala bestia analfabeta que debe farfullar en el Congreso o en el Senado, sin las más elementales nociones de vocabulario imprescindible, gramática u ortografía, por qué aprueba o niega tal o cual presupuesto, o a un concejal que, previo engrase ladrillero, se cambia de partido y vota la recalificación de algo, no les debe de producir esto demasiados quebraderos de cabeza: cuantos más lugares comunes y más política y socialmente correcto sea todo, mejor. Más votos. Pero a quienes vivimos de darle a la tecla y contar cosas a base de perífrasis, retruécanos y cosas así, nos lo están poniendo crudo. Decir que alguien es aburrido, un insufrible coñazo, por ejemplo, puede echarte encima, cual panteras desaforadas, a las feminatas que anden buceando en la etimología del palabro. Hasta el adjetivo histérico, usado de modo peyorativo, terminará siendo mal visto; pues viene de la palabra griega ístera, que significa matriz. Y con el machismo opresor hemos topado. Etcétera.


Sin olvidar, claro, los nacionalismos, localismos, paletismos y otros ismos de lo mismo. Que ésa es otra. No ya porque gallego, verbigracia, tenga una variante de uso despectivo en algunos lugares de la América hispana -deberían ir los de la Junta correspondiente a reclamar allí, en vez de tocarle los huevos y las matrices a la Real Academia Española-, sino porque, tal como anda el patio, uno está expuesto a todo. Si escribo tonto del culo puedo dar pie a protestas, por supuestas alusiones, de algún afectado por la incómoda -y sin duda honorabilísima- dolencia de las hemorroides. Si recurro al viejo insulto de mi tierra, castizo de toda la vida -que tiene incluso variante familiar y cariñosa-, maricón de playa, me expongo a que cuanto maricón frecuenta el litoral hispano en temporada veraniega ponga el grito en el cielo y me llame perra. En cuanto a epítetos de uso diario, cada vez que escribo capullo lo hago temiendo, de un momento a otro, que alguna cooperativa levantina de criadores de gusanos de seda escriba mentándome a los difuntos. Y cuando digo tontos del haba o tontos del ciruelo agacho las orejas en el acto, esperando el ladrillazo de alguna cooperativa hortofrutícola, murciana por ejemplo, donde el haba, o más concretamente las habicas tiernas, son como todo el mundo sabe cuestión de orgullo patrio. Y para qué decirles si se me ocurre calificar, por ejemplo, a alguien de enano: mental, físico, intelectual o lo que sea. No les quepa duda de que, al día siguiente, el buzón rebosará de cartas enviadas por alguna asociación nacional de enanos, incluida la banda del Empastre y el Bombero Torero, llamándome desaprensivo y fascista. Y hablo casi en serio. O sin casi. Hace tiempo comenté en esta página la carta indignada que, tras calificar de payaso a un político, recibí de una oenegé llamada -lo juro por mi santa madre- Payasos sin Fronteras.

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